El movimiento Slow: una vida a cámara lenta
Frente al frenético ritmo de vida actual, el movimiento Slow elogia la lentitud como forma de vida. Un modo de afrontar el día a día basado en la reflexión, la mesura y el disfrute de los pequeños momentos.
Procedente de Japón, la carne de buey de Kobe es, según los expertos gastronómicos, la más exquisita del mundo. Sus virtudes son fruto de los cuidados que recibe un animal que sigue una dieta muy estricta, a base fundamentalmente de cerveza y de sake, un aguardiente tradicional nipón. Este último se utiliza, además, para bañar de forma periódica a los bueyes. A diario, los ganaderos les hacen masajes, con los que relajan el tono muscular. Todo para obtener una carne tierna y con un gusto único. De manera inconsciente, estos bueyes ilustran a la perfección los beneficios de una vida pausada y sin estrés. Al mismo tiempo, son el estandarte de la riqueza cultural y gastronómica de una región, frente a la globalización, que tiende a homogeneizar cualquier aspecto de nuestras vidas.
Orígenes
Estos son, precisamente, algunos de los valores que defiende el movimiento Slow, que tiene su origen en un incidente donde la comida también fue protagonista. En el año 1989, el periodista Carlo Petrini asistió indignado a la apertura de un restaurante de comida rápida —símbolo de la globalización— junto a la escalinata de la romana plaza de España. Esta afrenta a la gastronomía y al modo de vida local le pareció excesiva. Indignado, se propuso desarrollar una corriente que defendiese una alimentación correcta y los placeres que ofrece una buena mesa. Buscaba, además, combatir la creciente pérdida de las tradiciones culinarias y el poco interés de la gente por lo que comía y por el origen de esos alimentos.
Nacía así oficialmente el Slow Food, que pronto amplió sus horizontes, hasta interesarse por todo lo que tuviese que ver con la calidad de vida.
Un mundo Slow
Al margen del Slow Food y de las Citta Slow, también se han acuñado términos similares con el trabajo o la educación como protagonistas. Así, el Slow Work aboga por una gestión del tiempo más racional y por entornos de trabajo más agradables para los empleados, todo en aras de una mayor productividad. Y el Slow Schooling, por su parte, defiende los juegos no competitivos y enseñar a los críos a pensar de forma autónoma y crítica, alejándolos de actividades que invitan a la precocidad como la televisión e Internet.
A fuego lento
Hoy el Slow Food cuenta seguidores distribuidos por 150 países. Son estas personas las que implementan diferentes iniciativas, alrededor de un régimen productivo sostenible, con el fin de preservar los alimentos autóctonos y frescos. Y lo hacen a través de grupos locales autónomos que plasman en acciones concretas su filosofía. Esto implica organizar comidas o cenas caracterizadas por la excelencia culinaria, establecer relaciones con los productores agrarios locales o impulsar programas de educación para los niños en las escuelas.
Pero su actividad no se detiene aquí. Por todo el mundo se suceden los episodios Slow, desde los mercados de productos en El Líbano, hasta el festival de cine gastronómico en Mar del Plata (Argentina), pasando por el hermanamiento entre la ciudad estadounidense de Madison y la italiana de Mantua.
Ubicada en el país transalpino, precisamente, la Universidad de Ciencias Gastronómicas es otra de las joyas de la corona del movimiento. Con una variada propuesta académica, que incluye una licenciatura de tres años, el centro da a los estudiantes una oportunidad de conocer la gastronomía desde una perspectiva histórica, literaria, científica y económica, a lo que hay que sumar un programa de viajes e investigaciones sobre el terreno.
Madrid o Nueva York nunca entrarían en el club
Muy poco a poco lo Slow ha ido conquistando nuevos territorios. En este sentido, un grupo de ciudades repartidas por unos 150 países se han agrupado bajo la denominación de Citta Slow.
Sus habitantes comprueban, en primera persona, los beneficios de vivir en un entorno donde se busca el desarrollo sostenible o el contacto permanente entre los productores locales y los consumidores. Se trata, en definitiva, de poblaciones cuyas políticas se centran en mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.
Sin embargo, no todas las localidades pueden optar a esta categoría. Entre los requisitos a cumplir se encuentran el no tener más de 50.000 habitantes ni ser capital de provincia, además de cumplir una serie de normas en cuestiones medioambientales o de infraestructuras.
En España son ocho los núcleos que componen esta particular red. Se sitúan en Barcelona (Begues), Castellón (Morella), Girona (Pals y Begur), Teruel (Rubielos de Mora), y Vizcaya (Mungia, Lekeitio y Balmaseda). Un remanso de paz en un mundo que se mueve a demasiada velocidad.
Quizás en un futuro lejano vivamos en un universo Slow. Hoy, este movimiento, que promueve calmar las actividades humanas, ya ha llegado a numerosas parcelas de nuestras vidas.